ROMA
La metáfora del “teatro del
mundo” recorre todo el barroco, es decir, la época que se extiende desde
finales del s. XVI hasta muy avanzado el s. XVII. Es una época marcada por
grandes contradicciones: ser y parecer, ostentación y ascetismo, poder y debilidad.
Estas podrían ser las constantes antagónicas del período. La autoescenificación
del soberano, tanto si se trataba del Papa como del Rey, constituía al mismo
tiempo un programa político. El ceremonial, las acotaciones de este “teatro
universal”, era el espejo de un orden superior, supuestamente de origen divino.
Este va a ser pues, el paradigma sobre el que se desarrolla todo el arte
barroco: el Concilio de Trento (la
Iglesia de la Contrarreforma ) y las Monarquías Absolutas.
El arte del barroco presenta con
frecuencia formas desconcertantes. Frente a la ostentación material desbordante
está la seriedad profunda de la fe, frente al disfrute desinhibido de los
sentidos está la conciencia de la inevitabilidad de la muerte. El lema “Memento
mori”, “Recuerda que has de morir”, es el leitmotiv
de una sociedad acosada por problemas existenciales y el arte barroco se dirige
siempre a los sentidos del espectador. Su pathos
teatral, su ilusionismo y el dinamismo de sus formas pretenden impresionar,
convencer, así se explica que con frecuencia se perciba como un algo exaltado,
efectista y hasta ampuloso.
El termino barroco, se registra todavía en el Diccionario enciclopédico de
Meyer (1904) aplicado a la perla como: “irregular, raro, extravagante”. Para
Joachim Winckleman la época del barroco no representaba más que una “agitación
febril”. Jacob Burckhardt destacó la dependencia de la arquitectura de los
siglos XVII y XVIII como dependiente de la riqueza de las formas del
Renacimiento y calificó dicha transición (del Renacimiento al Barroco) como la
“degradación de un dialecto”. En 1875, cambiando de actitud, reconocía: “Mi
respeto al Barroco crece de hora en hora y me siento inclinado a considerarlo
como el verdadero final y principal resultado de la arquitectura viva”.
Si durante el Quattrocento y
parte del Cinquecento el principal centro de irradiación de todas las
manifestaciones artísticas fue la ciudad de Florencia, a finales del s. XVI y
durante todo el siglo XVII la
Roma papal fue, sin duda, la capital de las nuevas formas.
La política pontifica de
construcciones tuvo siempre un objetivo claro. Así, con sus edificios de
grandes proporciones, similares o superiores a los monumentos de la Antigüedad , la
arquitectura debía reflejar la auctoritas
ecclesiae. Así mismo, los espectáculos grandiosos, spettacoli grandiosi, debían confirmar y devolver la fe a quienes
no tenían seguridad en ella. El segundo objetivo de la política pontificia de
construcciones era el de asegurarse la fama póstuma personal.
Se desarrolla así la renovatio Romae de los papas Julio II y
León X, determinada por un desmedido afán de poder y a la vez de ostentación,
afectando sobre todo a San Pedro, edificio que en el fondo provocó la aparición
de la Reforma
protestante y a partir de ahí, un nuevo concepto urbanístico en lo que respecta
al plano de la ciudad barroca: la creación de profundas perspectivas viales con
obeliscos y la proliferación de villas y parques entre el núcleo urbano y la
antigua muralla Aureliana.
Esta auctoritas ecclesiae vendrá determinada desde la misma clausura del
Concilio de Trento (1545-1563), es decir, con la Contrarreforma.
Bajo el papado de Pablo V (1605-1621) se aprobaron los
estatutos de la Compañía
de Jesús de San Ignacio de Loyola. El 22 de mayo de 1622 Gregorio XV canonizaba
a Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Felipe Neri y Francisco Javier. Es una
fecha de valor simbólico, del triunfo definitivo de la contrarreforma, que
refleja el fin del período de transición y el inicio de una fase de cincuenta
años de duración del denominado barroco pleno.
Para los protestantes, el hombre
nada puede hacer para recibir la gracia de Dios. El hombre trabaja porque el
pecado original le ha condenado a trabajar, pero sus obras no lo salvan. Por el
contrario, la Iglesia
católica proclamaba su convicción de que Dios había puesto en manos de los
hombres los medios para aspirar activamente a su salvación. Es la Iglesia la que conduce al
hombre a la salvación y por tanto las manifestaciones artísticas estarán a su
servicio. Este concepto, junto con la demostración de poder político vinculada
a las Monarquías Absolutas (como defiende Bossuet, por designio y origen
divino) son la justificación y el sentido de todo el arte barroco.
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